La escritura de un niño siempre da sus primeros pasos valiéndose de los garabatos, una muy curiosa mezcla entre simples trazos inseguros, letras emborronadas, aplicadas líneas y laboriosos palotes aderezados con mucha decisión... A ciertas edades, no existe el miedo a equivocarse, comenzamos a entender que las palabras simbolizan todo aquello que consideramos real, experimentamos con ellas con la única aspiración de poder llegar a representar en un papel lo más esencial, lo más sencillo. Si hay algo que captura siempre nuestra atención, es ver como estas personitas de pensamiento inquieto se vuelven capaces de hacer germinar sus primeras palabras escritas. Con total naturalidad, van juntando letra a letra, guiados tan sólo por la confianza que depositan en el adulto que, en ese momento, permanece a su lado guiándolos con expectación en esa nueva aventura. Son felices tan sólo con ver completas cada una de las palabras que encadenan; se conforman con eso, con experimentar la sensación de escribirlas, sin buscarles más significado que el de la propia satisfacción que les produce la novedad del hecho en sí.
Sucede que a veces las cosas más simples no lo son tanto, conforme crecemos, conforme aprendemos a escribir cada vez mejor, cometemos menos faltas a la vez que más errores. Perdemos esa espontaneidad que nos caracteriza, esa total claridad de ideas; tanto es así, que nuestro subconsciente parece necesitar poner nombre a todo aquello que nos rodea con objeto de tener así un punto de referencia en el que apoyarse bajo cualquier circunstancia. Es como si nos resultara más fácil caminar por la vida con un rotulador invisible permanente en las manos, garabateando en nuestro interior con tinta indeleble todo aquello que querríamos que tuviera auténtico significado para nosotros, sin dejar nunca el camino libre a las medias tintas. Parece ser que las personas no nos cansamos, ni nos cansaremos nunca de etiquetarlo todo, ¡tenemos esa extraña tendencia!.
Claro que es mucho más fácil funcionar con estos esquemas mentales en la cabeza, ellos nos dan siempre apariencia de seguridad, tienen por misión simplificárnoslo todo. Aunque, no siempre nos es posible resumir ciertas cosas a la mínima expresión. Es bien sencillo poner nombre a lo que percibimos con nuestros cinco sentidos; pero, ¿qué hay del sexto?, ¿qué hay de todo aquello que forma parte del terreno de la intuición, de nuestros estados de ánimo, de todas aquellas sensaciones que experimentamos cotidianamente?... Tratándose de sentimientos, la complejidad siempre se dispara hasta el infinito y más allá, hay situaciones que se empeñan en permanecer libres de etiquetas por más que nos pese y nos empeñemos en lo contrario. Ante el sentimiento por excelencia, el amor, nos comportamos siempre guiados por una extraña prudencia imprudente; lo tuteamos como si fuese veneno, guardándolo en pequeños frascos en los que hacemos destacar ante todo ese vistoso “etiquetado” en el cual destaca, por encima de todo, su nombre, como haciendo alusión clara a su grado de peligro.
¿A qué viene esa extraña necesidad de etiquetarlo todo, incluso la profundidad de un sentimiento?, ¿no tiene eso también un nombre?, ¿no solemos llamarlo debilidad?... Quizás venga motivado por nuestro más profundo interés, por una sana esperanza de tratar de hacer que permanezca intacto, protegido y seguro el mayor tiempo posible; o puede que, quizás, tan sólo nos venza un oculto sinsabor de autoprotección, el hecho de tratar de curarnos en salud. De todos es sabido que, si un veneno tiene nombre, siempre es mucho más fácil encontrarle un antídoto si la fatalidad obliga. Lo que nadie puede negar, es que la mayoría de las veces, damos tanta importancia a definir el contenido del frasco, ponemos tanta intensidad en el etiquetado de los sentimientos, que nos solemos olvidar siempre de lo principal: ¡de sentirlos!.
Para ser políticamente correcto hay que etiquetar, etiquetemos pues… Olvidémonos de la complejidad de un estado emocional, apresurémonos a ponerles un sello dentro de una categoría, equivoquémonos poniendo una inscripción precipitada que después no corresponda con su realidad; yo, aunque sólo sea nada más que por llevar la contraria a todo el mundo, remarcaré en mi memoria esta frase de la que desconozco el autor: “uno es, esencialmente, de lo que se alimenta el alma y vive de lo que se alimenta el cuerpo"…
La otra noche, por un instante, verle escribir sus primeras palabras me hizo rebuscar entre mis pensamientos más lejanos; sin esperar que así fuera, descubrí que en mi memoria todavía sobrevive un ligero recuerdo de la sensación que me producía escribir torpemente en un papel mi nombre completo. Él tiene una muy buena maestra en su madre, espero que ella también lo vea a él como su pequeño maestro: todo es mucho más fácil cuando uno se lanza a experimentar tan sólo por el hecho de aprender algo nuevo. Si después te equivocas... ¡borrón y cuenta nueva!. Lo importante es que la hoja esté en blanco; después, escribir en ella, depende tan sólo de uno mismo. No estaría de más que, a veces, nos hiciéramos todos un poco más pequeñitos... !haz de su naturalidad, de su ilusión y de su espontaneidad el mejor de tus masters!. Siente las cosas con su misma intensidad.
Muchas gracias a todos por vuestras felicitaciones de cumpleaños... El mejor de los regalos que he tenido ha sido poder disfrutar de un fin de semana de casi cinco días, !ojalá fuera siempre así!. Guardarme un sitito en vuestros blogs que en nada prometo haceros la visita. ;-)